Documento preparado en el marco de las  IV Jornadas Regionales y I Jornadas Nacionales Interdisciplinarias de Adopción. Mendoza, 7 y 8 de septiembre de 2006,

“Luces y sombras sobre la voz del niño en su adopción”

Marisa Herrera[1]

1. Palabras de acercamiento

            El presente trabajo no intenta ser un estudio acabado sobre el tema del adoptando en su proceso de adopción, simplemente tiene por objeto acercar algunas ideas para instar el debate sobre este tema a la luz del plexo normativo vigente.

            Hace tiempo –más precisamente en el año 1990 con la ratificación de la Convención sobre los Derechos del Niño[2] y su consecuente incorporación al derecho nacional, jerarquizado con rango constitucional en el año 1994-, se observan con acierto cambios radicales en el derecho de familia.

            Este instrumento es producto de la internacionalización de los derechos humanos circunscriptos a los niños y adolescentes, caracterizada por la idea de su condición de “sujetos de derechos”, no sólo en lo referido a la titularidad de derechos –cuestión que nunca fue puesta en discusión ya que el propio art. 70 del Código Civil reconoce la titularidad de ciertos derechos a favor de las personas por nacer, los cuales quedan “irrevocablemente adquiridos si los concebidos en el seno materno nacieren con vida”-, sino también –y lo aquí novedoso- en el goce y ejercicio en forma personal de tales derechos.

            Entre el cúmulo de instituciones que yacen en la intersección entre el derecho de familia y los derechos del niño, se encuentra sin lugar a dudas la adopción. En esta línea, fácil se advierte que la Convención ha incidido de manera directa en esta institución familiar. Circunstancia que a mi entender, se ha visto reforzada gracias a la reciente sanción de la ley 26.061 que tanto debate –y en buena hora- ha despertado en el ámbito académico como en el de las prácticas[3]. De este modo, se vislumbran “vientos de cambio” en toda cuestión que involucra de manera directa o indirecta a niños y adolescentes.

            El desafío, entonces, reside en detectar las incongruencias o defasajes normativos vigentes, siendo que el marco legal infraconstitucional condiciona las prácticas, impide emancipaciones y calla desigualdades. Por lo cual, se muestra un elemento de vital relevancia para la tan ansiada satisfacción de derechos de niños, adolescentes y sus familias.

            Circunscribiéndome al campo de la adopción, cabe preguntarse cuáles son los primeros pasos a seguirse para lograr este objetivo de detección y consecuente revisión crítica acorde con la doctrina internacional de los derechos humanos, modelo obligado desde donde realizar esta tarea de-constructiva y re-constructiva. A mi entender, uno de los puntos de partida de modo sine qua non, consiste en indagar sobre el rol del adoptando en su adopción. Qué significa ser “protagonista” en la propia historia de adopción. Cómo el derecho –en su carácter de discurso social preformativo- construyó hasta ahora la calidad de “adoptado”. Cómo debería ser tal conceptualización a la luz del modelo normativo actual delineado tanto a nivel supralegal como infraconstitucional signado por la reciente ley 26.061. Para tal fin, esbozaré algunas propuestas de modificación legislativa tendientes a dejar en un segundo plano –pero jamás de manera total por ser de cumplimiento imposible- los debates teóricos que han colmado las vías autorizadas para instalar cambios de paradigmas. De esta manera, suben a escena conflictos concretos como otro modo de dar cuenta sobre el choque de modelos actual del cual somos partícipes.

            En suma, este trabajo tiene por objeto dar lugar al ingreso de soluciones normativas más afines con el llamado “bloque de la constitucionalidad federal”, tendiente a acercar el instituto de la adopción a la reiterada doctrina internacional de los derechos humanos tomando como eje central uno de los vértices del triángulo o tríada adoptiva: el adoptando. Es decir, focalizando en qué significa que el adoptando sea partícipe de su propio proceso de adopción.

2. Algunas consideraciones previas

            En una publicación en coautoría junto a Nelly Minyersky, nos hemos detenido a explicar en detalle la relación inversamente proporcional observada entre el interés superior del niño y el derecho a ser oído[4].

            Veamos. El reiterado hasta el hartazgo “interés superior del niño” normado en el art. 3. 1 de la CDN reza que “En todas las medidas concernientes a los niños que tomen las instituciones públicas o privadas de bienestar social, los tribunales, las autoridades administrativas o los órganos legislativos, una consideración primordial a que se atenderá será el interés superior del niño[5]. La doctrina y jurisprudencia nacional son contestes en destacar que este concepto constituye el principio rector en materia de derechos del niño que se desprende de manera directa de la idea de los niños y adolescentes como “sujetos de derecho” en los términos mencionados, es decir, no sólo con relación a la titularidad de derechos sino también en su goce. En este sentido, en una reciente obra sobre “Los principios jurídicos de las relaciones de familia” de una autora tradicional de reconocida trayectoria como María Josefa Méndez Costa, alude a este interés superior no como un principio del derecho de familia sino como un principio del derecho[6]. En esta línea, cabe recordar una de las tantas conclusiones arribadas en el X Congreso Internacional de Derecho de Familia llevado a cabo en la ciudad de Mendoza en septiembre de 1998. Allí en el marco de la comisión nº 2 se afirmó que el interés superior del niño es el reconocimiento pleno de sus derechos, destacándose por unanimidad su carácter de ´principio general de derecho´[7].

            Coherente con un instrumento internacional que debió responder a la realidad de países de tan diversas atmósferas culturales y políticas, no se definió qué se entiende por “interés superior del niño”. A nivel regional, la Corte Interamericana de Derechos Humanos en su rol consultivo y no contencioso, emitió en fecha 28/08/2002 la Opinión Consultiva nº 17 sobre la “Condición Jurídica del Niño”. Mediante este documento se intentó avanzar en la concreción de varios de los conceptos indefinidos que presenta la Convención sobre los Derechos del Niño. En este sentido, su párrafo 59 alega que la observancia del interés superior del niño “(…) permitirá al sujeto el más amplio desenvolvimiento de sus potencialidades. A este criterio han de ceñirse las acciones del Estado y de la sociedad en lo que respecta a la protección de los niños y a la promoción y preservación de sus derechos”. Sin embargo esta afirmación tampoco termina por definir qué se entiende por interés superior del niño.

            Siguiendo con el marco regional latinoamericano, varias leyes o códigos del niño y el adolescente dictados en los distintos países han pretendido reforzar los postulados de la Convención en el derecho interno[8]. Argentina era uno de los pocos países que estaba en falta junto con Chile y Colombia. Siendo que en este último continúa rigiendo su Código del Menor sancionado el 27/11/1989 basado en la anterior doctrina denominada de la “situación irregular” donde primaba la idea del niño como objeto de protección o tutela[9]. Esta deuda de adecuación legislativa fue saldada por la mencionada ley 26.061 que, justamente, intenta también delimitar el interés superior del niño mediante ciertas pautas orientadoras.

            Pero antes de pasar a reseñar estas pautas, es de destacar que antes de la sanción de ley 26.061, varias provincias receptaron leyes de protección integral con la finalidad de acercar la normativa local a los principios sentados en la Convención sobre los Derechos del Niño[10]. A mi entender, esta mayor rapidez del ámbito provincial para estar a tono con la doctrina internacional de los derechos humanos en materia de infancia y adolescencia descansa en una cuestión burocrática. Los cuerpos legislativos locales al ser más reducidos que en el ámbito nacional, les ha sido más fácil alcanzar ciertos consensos. En cambio en este último orden, los tiempos se alargan. De este modo, la ley 26.061 es la culminación de una etapa de debate, de “idas y vueltas” que se extendió por varios años[11].

            La ley 26.061 a pesar de algunas resistencias, forma parte de nuestra “realidad normativa”. En su art. 3 expresa que A los efectos de la presente ley se entiende por interés superior de la niña, niño y adolescente la máxima satisfacción, integral y simultánea de los derechos y garantías reconocidos en esta ley”. Agregándose que se deberán respetar las siguientes pautas o consideraciones: “a) Su condición de sujeto de derecho; b) El derecho de las niñas, niños y adolescentes a ser oídos y que su opinión sea tenida en cuenta; c) El respeto al pleno desarrollo personal de sus derechos en su medio familiar, social y cultural; d) Su edad, grado de madurez, capacidad de discernimiento y demás condiciones personales; e) El equilibrio entre los derechos y garantías de las niñas, niños y adolescentes y las exigencias del bien común; f) Su centro de vida”. Culmina este articulado alegándose que “Cuando exista conflicto entre los derechos e intereses de las niñas, niños y adolescentes frente a otros derechos e intereses igualmente legítimos, prevalecerán los primeros”.

            ¿Pero quién define en la práctica –o sea, en el plano de la satisfacción de los derechos- qué es el interés superior del niño? Los adultos. Jueces, defensores u otros operadores que trabajan con niños y adolescentes, los padres o tutores son algunos de los tantos adultos que por lo general precisan como se materializa este “interés superior del niño”. Son ellos quienes le otorgan contenido a esta máxima en materia de infancia y adolescencia.

            Sin embargo, pensamos que a la luz de la interpretación armónica este principio debe verse matizado o coordinado con el derecho a ser oído. Me explico. Mientras un niño no esté en condiciones de formarse un juicio propio, el interés superior queda sujeto –en principio- a la definición del adulto. Por el contrario, si se trata de un adolescente o un niño con madurez suficiente, su participación activa juega un papel fundamental para indagar cuál es la satisfacción de sus derechos en el caso concreto. Es en este contexto donde la voz del niño o del adolescente se ve revalorizada.

            Ello es así ya que una lectura integral de la ley 26.061 nos permite observar que de las distintas pautas que brinda en su art. 3 para definir el interés superior, el derecho a ser oído juega un papel preponderante. Y ello por la incidencia que tiene la participación activa del niño o adolescente en las cuestiones que lo afectan.

Una de las normativas centrales que regula este derecho a ser oído es el art. 24 de la ley 26.061 al rezar que Derecho a opinar y a ser oído. Las niñas, niños y adolescentes tienen derecho  a: a) Participar  y expresar libremente su opinión en los asuntos que les conciernan y en aquellos que tengan interés; b) Que sus opiniones sean tenidas en cuenta conforme a su madurez y desarrollo”. Pero un elemento de suma importancia es la amplitud de este derecho, el cual como señala este mismo articulado “(…) se extiende en todos los ámbitos en que se desenvuelven las niñas, niños y adolescentes; entre ellos, el ámbito  estatal, familiar,  comunitario,  social,  escolar,  científico,  cultural, deportivo y recreativo”. En este contexto, el derecho a ser oído no sólo debe verse satisfecho en el ámbito jurídico sino también en las demás áreas.

            Como se puede apreciar –reforzado como veremos más adelante gracias a la redacción del art. 27-, la ley 26.061 coloca el derecho a ser oído en un lugar de preferencia, siendo la satisfacción de este derecho un elemento clave para descifrar cuál es la mejor decisión para arribar en el caso en concreto.

            Esta revalorización del derecho a ser oído no significa que el mejor interés de un niño o adolescente sea sinónimo de lo que éste exprese o desee. No siempre lo que ellos consideran que es lo mejor para sí se condice con el “interés superior del niño” definida como la satisfacción de la mayor cantidad de derechos. Lo que sucede, es que si una decisión se contrapone a lo expresado por el niño o adolescente, ella debería estar bien fundada. En otras palabras, se produciría una “inversión de la carga probatoria”. Cuando una resolución respeta la expresión de voluntad de un niño que tiene madurez suficiente para ser partícipe de su propio conflicto, este elemento es de tal peso que con su sola presencia la decisión quedaría debidamente fundada. En cambio, si la resolución es contraria a la voluntad del niño o adolescente, el juzgador deberá redoblar sus esfuerzos para fundar por qué se aparta de tal expresión de voluntad.        

            Sentado esta íntima relación entre el interés superior del niño –como paradigma de la mirada adulta- y el derecho a ser oído –como paradigma del protagonismo de niños y adolescentes-, cabe señalar de manera somera cuáles son las modificaciones que trae consigo este “juego interactivo” en el campo del derecho de familia y en consecuencia, en la adopción.

3. Una revisión crítica sobre el sistema de capacidad civil y representación de las personas menores de edad

            Si bien hace tiempo varios autores han puesto en jaque el sistema vigente en el Código Civil en materia de capacidad civil de las personas menores de edad –y junto a éste el de la representación-, entiendo que esta ley profundiza o evidencia aún más la contradicción existente entre este régimen normativo infraconstitucional y la doctrina internacional de los derechos humanos[12].

            Veamos, el art. 55 del Código Civil reza que “Los menores adultos sólo tienen autorización para los actos que las leyes autorizan a otorgar”. Por menores adultos se entiende a las personas que están en la franja etárea de entre los 14 y la mayoría de edad que hasta la actualidad y a pesar de sendos proyectos legislativos, se alcanza recién a los 21 años de edad[13] (conf. art. 127 del Código Civil). Al respecto, es de recordar que, curiosamente, en el Código Civil originario redactado por Vélez Sarsfield allá por fines del siglo XIX, se disponía como principio la capacidad de los menores adultos a quienes se los consideraba “incapaces respecto de ciertos actos o del modo de ejercerlos”. Pero en la redacción actual auspiciada por la ley 17.711 que reformó de manera radical el Código Civil en el año 1968, los niños y adolescentes (ambos términos son receptados en varias legislaciones latinoamericanas al establecer que se entiende por niños hasta los 12 años y adolescentes desde allí hasta la mayoría de edad), la regla es la incapacidad, ya que ellos sólo pueden por sí mismos ejercer los derechos y contraer las obligaciones que la normativa civil les reconoce.

            ¿Cómo sortear esta incapacidad? Mediante la figura de la representación, siendo los padres los principales representantes de los hijos en consonancia con la figura o institución denominada todavía “patria potestad” regulada en los arts. 264 y ss. del Código Civil[14].

 A mi entender, el interrogante central a la luz de la doctrina vigente es el siguiente: ¿Se condice con ella un principio general por el cual los padres representan a sus hijos en todos los actos –salvo en los que expresamente la ley señale- cuando se brega porque los niños y adolescentes sean partícipes activos en sus propias historias? La respuesta negativa se impone. Máxime en el marco de un ordenamiento normativo donde la mayoría de edad se adquiere recién a los 21 años de edad, siendo esta limitación excepcional desde el punto de vista comparado ya que la mayoría de los países admite la plena capacidad civil a la edad de 18 años.

Sobre la base de estas apreciaciones críticas –entre tantas otras-, hemos esbozado hace tiempo la siguiente propuesta que modifica de manera radical el sistema actual en materia de representación. A medida que los niños o adolescentes adquieren mayor discernimiento para comprender los actos que se trate, más alejado se estará de la figura de la representación donde los padres –el tutor o el juez en su defecto- sustituyen a los niños. En este sentido, la ley 26.061 invita a pensar en instituciones intermedias como la asistencia y la cooperación donde la figura de la representación quedaría reservada para los supuestos de escasa madurez. En otras palabras, a mayor autonomía el rol de los padres como parte sustancial del acto jurídico que se trate se desvanece. Este desdibujamiento se observa a medias en la asistencia y casi en forma total en la cooperación, donde los padres son vistos como un elemento de relevancia para acompañar a un hijo en su decisión mas no como una voluntad configurativa de tal decisión.

En suma, el sistema legal actual de la capacidad civil y representación deben verse modificado. Por lo tanto, un cambio a nivel general como el que se propone deberá, de manera inexorable, repercutir en qué es de la voz del adoptando en su proceso de adopción.

4. Misceláneas sobre la doctrina del consentimiento informado y su interés en el campo de la adopción

La doctrina del consentimiento informado se ha desarrollado en el campo de la salud, en la búsqueda hacia un vínculo más humanizado entre médico y paciente. Desarrollo que ha ingresado al campo jurídico gracias al avance de la bioética[15] y el fortalecimiento de la doctrina de los derechos humanos donde ciertas necesidades básicas se han visto traducidas en derechos exigibles, como ser en especial el derecho a la salud. Es en este marco donde se ha consolidado la doctrina del consentimiento informado[16].

Es sabido que esta doctrina ha nacido para contrarrestar los efectos negativos del llamado “paternalismo médico”. Como síntesis de esta situación fáctica, se dijo que “Lo cierto es que en la antigüedad se afirmaba que un buen médico, era aquel semejante a un padre solícito que como tal, quiere lo mejor para su hijo –o enfermo- y decide así cumplirlo según su propio parecer y no la de su hijo –o enfermo-. Paralelo a ello, el  bueno enfermo es como el hijo dócil, quien con obediencia o resignación indiscutida cumple con el mandato del padre o en el caso, del médico. La relación que se establece del médico hacia el enfermo se nombra habitualmente como beneficiente o paternalista, porque es el médico quien en virtud de la premisa del mayor beneficio para el enfermo, busca el máximo bien para el mismo, aun cuando a veces ello pueda entrar en conflicto con la misma voluntad del enfermo (…)”[17].

En este sentido, se ha aseverado que este vuelco hacia una mayor autonomía del paciente, dejándose atrás el paternalismo señalado, constituye una “tendencia (…) prácticamente irreversible” porque “Vivimos en una sociedad pluralista en la que ya no se puede suponer el sistema de valores de cada individuo y en la que para conocerlo hay que preguntárselo (…) En nuestra sociedad la consideración del individuo como ser con derechos, que merecen protección por encima de la sociedad, ha adquirido mucha solidez (…)”[18].

            ¿Pero qué se entiende por consentimiento informado?

En primer lugar, varios autores aluden al consentimiento informado como un derecho, de allí que se refieran al “derecho al consentimiento informado”[19]. Por lo cual no sólo estaríamos ante una elaboración teórica elevada al rango de doctrina, sino que además –y por sobre todo- ante un derecho. En esta línea, Elena Higthon y Sandra Wierza afirman que el consentimiento informado se presenta como un derecho personalísimo, excediendo así con creces la idea de un elemento dentro de la relación contractual entre médico y paciente[20].

Estas mismas autoras acercan una definición sobre el término en estudio alegando que “El consentimiento informado implica una declaración de voluntad efectuada por un paciente, por la cual, luego de brindársele una suficiente información referida al procedimiento o intervención quirúrgica que se le propone como médicamente aconsejable, éste decide prestar su conformidad y someterse a tal procedimiento o intervención (…) La noción de consentimiento informado comprende entonces dos aspectos y la doctrina impone al profesional dos deberes (…) a) el médico obtenga el consentimiento del paciente antes de llevar a cabo un tratamiento; b) el médico revele adecuada información al paciente, de manera tal que le permita a éste participar inteligentemente en la toma de una decisión acerca del tratamiento propuesto[21].

Por lo tanto, se puede inferir que el consentimiento informado implica, en definitiva, que la persona que emite una declaración de voluntad lo sea de manera consciente, con conocimiento sobre las consecuencias que se derivan de tal expresión y con la mayor libertad posible.

¿Acaso el adoptado no debe prestar su consentimiento a un acto de tanta trascendencia como lo es su inserción a otro núcleo familiar?

5. El consentimiento informado del adoptando

5. 1. Introito

De lo expresado hasta aquí, fácil se infiere que el consentimiento –informado- del adoptando reposa en los siguientes dos pilares sobre los cuales se estructura, en definitiva, la llamada “doctrina de la protección integral de derechos”: a) la condición de los niños como “sujetos” de derechos –en especial en lo que se refiere al goce o ejercicio de derechos- y b) el principio de capacidad progresiva de niños y adolescentes que descansa en el derecho a ser oído.  

            Por otra parte, no se debe perder de vista que la adopción involucra un derecho de raigambre constitucional de suma relevancia como lo es el derecho a la identidad. En este sentido, este derecho humano que titulariza el adoptado se vería respetado si el pretenso adoptado participara en forma amplia en su proceso adoptivo. Sobre ello no hay duda alguna. Asimismo, esta mayor presencia satisface otro derecho de gran desarrollo –al punto tal de haber alcanzado cierto grado de autonomía- como lo es el derecho a conocer los orígenes. Me explico. Si intervengo en mi propia adopción quedaría sorteado un primer elemento básico que hace a la efectivización del derecho a conocer: el saber que se es adoptado.

Ello no es óbice para señalar que la mayoría de los niños pasan por su proceso de adopción –desde el punto de vista jurídico-, cuando son muy pequeños. Ello responde al imaginario social –avivado en especial por los pretensos adoptantes-, por lo cual la adopción que se busca es la de una persona recién nacida ya que cuando más pequeño sea el niño mejor, en consonancia con la idea del hijo adoptivo es “como si” fuera un hijo biológico. Y por el contrario, se deja en un segundo plano la adopción de los llamados “niños mayorcitos”[22].

Esta afirmación refleja la falta de madurez de la mayoría de los niños adoptados, lo cual me parece una connotación relevante al momento de analizar el carácter de parte del adoptado, como así también la revalorización de la escucha o conocimiento personal del pretenso adoptado por parte del juez como aquí se propone.

En suma, a continuación analizaremos en detalle dos modos bien diferenciados de que el adoptado participe de manera activa en su proceso de adopción que a mi entender, se haya en relación directa con el grado de autonomía que presenta el principal interesado. Me refiero, en primer término, a la escucha o contacto personal del adoptando con el juez; y en segundo lugar, al consentimiento para la adopción por parte del propio adoptando.

5. 2. La escucha o contacto personal del adoptando

El inciso b) del art. 317 del Código Civil referido al proceso de guarda previa a la adopción –denominada guarda preadoptiva por algunos autores-, dispone que el juez “Tome conocimiento personal del adoptando”, bajo penal de nulidad (conf. art. 317 inciso d). Por su parte, el art. 321 del mismo cuerpo normativo que regula el proceso de adopción propiamente dicho, en su inciso c) establece que el juez oirá al adoptado “de acuerdo a la edad y situación personal”. De la lectura de ambas disposiciones, se podría colegir que en el proceso de guarda la escucha sería obligatoria, en cambio facultativo en el proceso de adopción.

Entiendo que tal sistema normativo infraconstitucional no se condice con la legislación del mismo rango pero posterior como lo es la ley 26.061.

Si bien es cierto que la práctica judicial vigente permite inferir que tal contacto personal entre el niño y el juez no está ausente, considero que una cuestión tan relevante como esta no puede quedar sujeta a la discrecionalidad de este último. Es por ello que en respeto por el derecho a la identidad del niño tal contacto personal no es una facultad sino una obligación –cualquiera sea el proceso que se trate-, cuyo incumplimiento debería dar lugar a la sanción de nulidad. Ello no impide que según la edad o ciertas connotaciones que presente el caso (por ejemplo niños con problemas de salud), tal escucha lo sea además ante la presencia de profesionales de otras disciplinas no jurídicas.

 Por lo tanto, entiendo que aquí cabría proponer una reforma legislativa que estableciera la obligatoriedad de los jueces de tomar conocimiento personal del pretenso adoptado en todo proceso donde se dirima la adopción de un niño, cualquiera sea la edad o madurez que presente.  Con relación a esto último, cabe destacar que esta es la línea que sigue la ley 24.779 al no establecer fijación o límite etáreo alguno –ya sea cuando dispone la obligatoriedad del contacto personal en el proceso de guarda, como la facultad por parte del juez de tal actividad en el de adopción-.

5. 3. El consentimiento –informado- del adoptando y su actuación procesal

            En primer lugar, el art. 21 de la Convención sobre los Derechos del Niño cuando dispone en su parte pertinente que “Los Estados Partes que reconocen o permiten el sistema de adopción cuidarán de que el interés superior del niño sea la consideración primordial y: a) Velarán por que la adopción del niño sólo sea autorizada por las autoridades competentes, las que determinarán, con arreglo a las leyes y a los procedimientos aplicables y sobre la base de toda la información pertinente y fidedigna, que la adopción es admisible en vista de la situación jurídica del niño en relación con sus padres, parientes y representantes legales y que, cuando así se requiera, las personas interesadas hayan dado con conocimiento de causa su consentimiento a la adopción sobre la base del asesoramiento que pueda ser necesario (…)”[23]. ¿Acaso el adoptando no es una de las “personas interesadas”? ¿No es necesario el consentimiento del adoptando en su adopción? ¿Cuál es el carácter procesal en el que debería actuar? ¿Siempre el adoptado actúa cómo parte? ¿Tal “asesoramiento” se refiere a la figura del abogado del niño prevista en el art. 27 de la ley 26.061? Estos son algunos de los principales interrogantes que despierta la normativa actual en la materia.

Como se puede apreciar, la cuestión más controvertida que atañe a la adopción desde el punto de vista del adoptado se refiere al consentimiento del adoptado en su adopción; como así también el carácter procesal para prestar tal consentimiento.

Es sabido que escuchar o tomar conocimiento personal no es sinónimo de consentir. Para ello sí se necesita un cierto desarrollo o capacidad de discernimiento mínimo.

La ley 24.779, a diferencia del derecho comparado, no prevé el consentimiento –informado por cierto- del adoptado para aceptar o rechazar un hecho de tanta trascendencia como es su inserción a otro núcleo familiar. Por el contrario, sendas legislaciones extranjeras le otorgan al adoptado un verdadero protagonismo en su adopción al necesitar de su consentimiento para que ésta acaezca. Las legislaciones compulsadas fijan una edad determinada para que sea obligatorio para el juez recabar tan declaración de voluntad por parte del pretenso adoptado. Por citar algunas, el límite más bajo es el adoptado por el Código de Familia cubano que data de 1975, al disponer en su art. 107 que “Cuando el menor de cuya adopción se trate tenga siete o más años de edad, el tribunal podrá explorar su voluntad al respecto y resolver lo que proceda [24]. Un límite más alto es el que recepta el Código Civil de Puerto Rico que en su art. 134 al enumerar a las personas que deben consentir la adopción establece “El adoptado mayor de diez (10) años [25]. Subiendo aún más este límite, son varias las normativas que prevén la edad de 12 años para que el adoptado consienta su propia adopción[26] como ser el art. 13 de la ley de Adopción de Venezuela al disponer que “Sea cual fuere el tipo de adopción, se requiere el consentimiento del adoptado cuando éste sea mayor de doce años de edad”. Por su parte, el Código Civil francés fija la edad de 13 años.  La edad de 14 años de edad es receptada por varias legislaciones como ser México, Alemania, Malta e Italia[27]. En último término y de manera minoritaria, el Código Civil de Uruguay establece en su art. 247 que “Para la adopción de una persona mayor de dieciocho años se requiere su expreso consentimiento”. Cabe destacar que esta normativa no se vio modificada por la posterior sanción del Código de la Niñez y la Adolescencia sancionada en el año 2004, lo cual llama la atención.

Seguramente las razones por las cuales estas legislaciones se han inclinado por adoptar un criterio rígido al fijar una edad determinada sean las siguientes: 1) seguridad jurídica y 2) evitar la discrecionalidad judicial.

¿Es posible encontrar una fórmula armonizadora, que respete el principio de capacidad progresiva –imperativo normativo por ser un principio de corte constitucional- como así también la seguridad jurídica y prevenir la discrecionalidad judicial mencionadas? Entiendo que la respuesta afirmativa se impone. El modo para ello es establecer una edad determinada que podría ser los 10, 12 o 14 años de edad, pudiendo el juez o a pedido de parte interesada, solicitar el consentimiento antes de esa edad, de conformidad con la madurez alcanzada y el principio rector del interés superior del niño.

            Por lo tanto, de 0 a la edad que se fije, el contacto directo entre el juez y el adoptado sería obligatorio y desde esa edad en adelante -en principio porque queda habilitada la posibilidad de que sea antes de ello-, también sería obligatorio recabar el consentimiento de aquél. Aquí la edad vendría a constituirse en elemento o pauta para indicar la madurez, pero no en un límite absoluto que impida al adoptando solicitar ser tenido por parte en su proceso y consigo consentir su adopción antes de dicha edad.

            Entiendo que para lograr la armonización mencionada, es necesario contar con reglas movibles y no fijas. Reglas por las cuales, adquirida una determinada edad que la ley establezca de manera expresa –por ejemplo 10 años- sea obligatorio para el juez contar con el consentimiento del adoptado, sin que tal disposición impida que el adoptado pueda solicitar consentir antes de esa edad. En este sentido, el “solicitar” sería otra pauta indicativa de madurez, la cual debería quedar sujeta a la apreciación judicial. Siguiendo esta línea de razocinio, debería el juez fundamentar el rechazo de tal solicitud.

            Sentada esta diferencia entre la escucha o contacto personal entre el juez y el adoptado –sin limitación etárea alguna- y el consentimiento del adoptado –con fijación etárea pero flexible-, cabe entrar en el análisis de un tema novedoso y actual para el derecho de familia, y por ende, en el marco de la adopción: el carácter de parte del adoptado.

A la ley 26.061 le preocupa la voz del niño en el ámbito procedimental -sea de índole judicial como administrativo-, de conformidad con lo expresado en el art. 27 al afirmar que “Los Organismos del Estado deberán garantizar a las niñas, niños y adolescentes en cualquier procedimiento judicial o administrativo que los afecte (…) los siguientes derechos y garantías: a) A ser oído ante la autoridad competente cada vez que así lo solicite la niña, niño o adolescente; b) A que su opinión sea tomada primordialmente en cuenta al momento de arribar a una decisión que lo afecte; c) A ser asistido por un letrado preferentemente especializado en niñez y adolescencia desde el inicio del procedimiento judicial o administrativo que lo incluya. En caso de carecer de recursos económicos el Estado deberá asignarle de oficio un letrado que lo patrocine; d) A participar activamente en todo el procedimiento; e) A recurrir ante el superior frente a cualquier decisión que lo afecte “.

            No se pone en duda que la propia adopción constituye un procedimiento judicial que “afecta” al pretenso adoptado. Por lo cual el articulado en análisis es aplicable en toda su extensión. De conformidad con éste, y en el mismo sentido que lo he expresado en torno al consentimiento para la adopción, entiendo que se podría establecer un límite de edad –el que sería meramente indicativo-, por lo cual la normativa debería dejar abierta la posibilidad de permitir al adoptado ser parte antes de la edad fijada en atención al grado de madurez alcanzado.

            Aquí también es importante la exteriorización de una voluntad a tal efecto mediante el “solicitar” como otra pauta indicativa de madurez y como acto para defender por sí mismo el derecho a la identidad.

            En este sentido, en una futura reforma podría establecerse de modo expreso que el sólo acto de que un niño se presente debidamente representado por un profesional del derecho solicitando ser tenido por parte, constituye un elemento de suma gravitación que hace presumir tal madurez. Así, se produciría una inversión en la carga probatoria, siendo el juez el que deba acreditar y fundar de manera acabada la falta de madurez a pesar del pedido expreso de ser tenido por parte.

            Pero esta consideración no impide que se diferencie el derecho a ser parte –con las debidas cargas o deberes que significan para el niño o adolescente- de la obligación de que sea parte. Y esta distinción no es ociosa y tiene, a mi entender, importancia cuando se sustancie el debate pendiente sobre el rol de los niños y adolescentes en este carácter de parte en los distintos procesos judiciales que los involucren.

            A mayor abundamiento, considero que un análisis profundo sobre la participación del pretenso adoptado en su adopción, deberá abordar de manera concomitante las distintas vías procesales para llegar al proceso de adopción. Se trata, en definitiva, de revisar el doble proceso actual y en especial, si es beneficioso y en qué medida que una futura reforma del régimen jurídico de la adopción se recepte la figura de la declaración en estado de adoptabilidad. ¿Cuál sería el rol del niño o adolescente en este proceso? Para este análisis crítico, entiendo que se debería llevar adelante la siguiente diferenciación según las distintas plataformas fácticas involucradas: a) situaciones provenientes de una guarda de hecho[28]; b) el desprendimiento de un hijo ante la autoridad judicial  u órgano administrativo y c) –el supuesto a mi entender más conflictivo-, la separación “forzada” de un niño de su familia de origen, o sea la adoptabilidad decretada por orden judicial contra la voluntad de los padres.

            Por último, se suele afirmar que la decisión de ser adoptado por parte del adoptando constituye un derecho personalísimo y por ende imposible de ser otorgado por representante legal o en su defecto por el juez. Considero que ello no es así, ya que de serlo la adopción de niños pequeños no sería viable. Veamos, es cierto que la adopción involucra derechos personalísimos del adoptado y por lo tanto, cuando el niño posea madurez suficiente su consentimiento constituye un elemento formativo de la adopción. Sin embargo, cuando se trata de niños pequeños que no están en condiciones de expresar su voluntad a favor o en contra de la adopción, tal carencia debe ser suplida por el juez. Por citar un reciente y resonado antecedente jurisprudencial, esta ha sido la orientación seguida por la mayoría de la Suprema Corte de la Provincia de Buenos Aires en el caso de la interrupción del embarazo de una persona menor de edad e incapacitada, víctima de una violación resuelto en fecha 31/07/2006. En esta oportunidad, el Dr. Genoud en su voto y tras haber mantenido entrevista personal con la principal involucrada, entendió que “carece de ese mínimo de voluntad”, por lo cual “cobra virtualidad la figura de la representante legal, la madre, quien ha demostrado en la audiencia honrar la responsabilidad que la ley pone a su cargo[29]”. En el supuesto de la adopción, no serán los padres quienes estén en condiciones de suplir tal voluntad sino el juez, previa evaluación del caso en concreto.

            En otras palabras, tratándose de derechos personalísimos como lo es abortar o consentir la propia adopción, deberán ser prestados por los propios interesados. Pero si ello no es posible por razones de madurez, la figura de la representación – legal o judicial-, sube a escena.

6. El protagonismo del adoptado en el ejercicio de su derecho a conocer los orígenes

            El art. 328 del Código Civil reza que “El adoptado tendré derecho a conocer su realidad biológica y podrá acceder al expediente de adopción a partir de los dieciocho años de edad”.

            Tal como se desprende del texto normativo, el ejercicio del derecho a los orígenes y el consecuente acceso al expediente, se permite recién a los 18 años de edad. Esta cuestión relativa a la edad ha sido pasible de fuertes –y atendibles- críticas. De manera minoritaria, por ser baja y la mayoría de los autores, por ser excesiva o alta.

Como representantes de la primera postura, Lidia Hernández y Jorge Uriarte consideraron al analizar uno de los proyectos de reforma de la anterior ley de adopción, la 19.134, que la edad prevista debería elevarse a la mayoría de edad, o sea, a los 21 años[30].

Pero la mayoría de la doctrina considera que es restrictivo otorgar al adoptado el derecho a conocer sus orígenes y acceder al expediente recién cuando alcance los 18 años de edad, siendo que es sabido que la inquietud por tal conocimiento se adquiere mucho antes de esa edad.

A su vez, al interior de esta postura mayoritaria, se pueden divisar las siguientes tres vertientes.

En primer término, aquella que aconseja bajar la edad a los 16 años. Esta fue la tesitura seguida en varios proyectos de ley presentados para reformar el anterior régimen de adopción, receptado en el proyecto aprobado por la Cámara de Diputados. Sin embargo, y tal como se puede deducir de la redacción final, esta postura fue revisada y modificada en el debate parlamentario, en especial a raíz de la intervención del senador Cafiero quien proponía su elevación a los 18 años[31]. Desde la perspectiva comparada, el derecho alemán garantiza el derecho constitucional de conocer los orígenes en casos de “incognitio adoption” (similar a la adopción plena, por la cual se rompe do vínculo jurídico con la familia de origen), cuando el niño alcanza los 16 años de edad. Además prevé este derecho que “(…) cuando ellos desean contraer matrimonio, se les otorga automáticamente el certificado de nacimiento original, revelando el nombre de la madre biológica”.  

En segundo término, varios autores se inclinan por disminuir la edad a los 14 años. El fundamento de ello reside en la calificación dual sobre las incapacidades de hecho de las personas menores de edad que recepta la normativa de fondo. Así, quienes no han cumplido los 14 años de edad son considerados menores impúberes, y quienes han cumplido esa edad hasta los 21 años –o sea, cuando se adquiere la mayoría de edad, se los califica de menores adultos, (conf. arts. 126, 127 y 921 del Código Civil). En este sendero se enrolan, entre otros, Lea Levy[32], Mauricio L. Mizrahi[33] y Augusto C. Belluscio. Este último ha manifestado que “(…) una vez llegada la edad en que la ley le reconoce discernimiento para los actos lícitos (14 años, arts. 921 y 127, Cód. Civil), deberá reconocérsele el derecho de examinar el expediente de su adopción con la finalidad de conocer quiénes eran sus verdaderos padres, si es que no lo sabe. Por lo tanto, habrá que admitir, o bien una interpretación laxa de la norma que le reconozca el carácter de parte, o bien que la disposición de la convención, a partir de su integración al texto constitucional, prevalece por sobre la ley[34]”. Esta observación fue esbozada a la luz de la anterior ley de adopción, la 19.134 que, como lo adelanté, no receptaba el derecho a conocer los orígenes. Si bien la regulación actual admite y diferencia el carácter de parte del acceso al expediente, ello no es óbice para continuar preguntándose si reconocer el derecho al acceso a los orígenes recién a los 18 años es compatible con los arts. 7 y 8 de la Convención sobre los Derechos del Niño que regulan el derecho a la identidad, normativa de indudable superior jerarquía. Este interrogante se relaciona con la tercera vertiente que se asoma hace tiempo, donde no sólo pone en jaque a los 18 años de edad fijados por la ley 24.779, sino que también critica las posturas reseñadas que defienden la recepción de una edad determinada.

A similar conclusión arriba Catalina Arias de Ronchietto pero con la siguiente salvedad –a mi entender, de carácter restrictiva-. Si bien admite que el acceso al expediente quede habilitado a partir de los 14 años, ello debiera ser “(…) con el asentimiento paterno o con venia judicial, si corresponde, porque si el menor así lo desea y corresponde para bien suyo, el conocimiento del expediente integra la relevación de su origen adoptivo[35].

La que podríamos denominar como “tercera corriente” es más reciente y se funda en el mencionado principio de capacidad progresiva, por el cual no es necesario fijar una edad etárea determinada. El cimiento de este tratamiento diferenciado con relación al consentimiento –donde sí propongo fijar una edad si bien flexible-, alude a la distinción sobre la cual ha profundizado Aída Kemelmajer de Carlucci al comentar el fallo “Odievre c. Francia” dictado por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en fecha 13/02/2003[36]. Aquí esta reconocida autora diferencia el derecho al conocer los orígenes del derecho a mantener vínculo filial. En este sentido, el conocer los orígenes no perjudica a nadie y beneficia –en principio- al propio adoptado. Distinto el vínculo filial –en este caso adoptivo- que sí involucra derechos de terceros.

Por lo tanto, en el marco del derecho humano en estudio, la fijación o no de una determinada edad no constituye –a mi entender- un elemento relevante a ser tenido en cuenta hábil para armonizar con otras intereses en juego. Por ende, en lo que respecta a esta tema, los postulados de autonomía, madurez, juicio propio que ha traído consigo la Convención sobre los Derechos del Niño y reafirma la ley 26.061 –aunque veremos que en este tema no es tan así-, se desarrollarían en su máxima expresión si no se estableciere limitación alguna.

Pero el art. 328 del Código Civil en estudio presenta otro conflicto también de carácter restrictivo que hace al ámbito de aplicación. El acceso que prevé la norma se refiere al expediente de adopción, siendo que la propia ley 24.779 estructura otro proceso judicial previo donde también yacen datos –incluso de mayor relevancia- sobre los orígenes del adoptado. Por lo cual, en una futura reforma se debería ampliar dicho campo permitiéndose el acceso a toda fuente de información, ya sea judicial o administrativa donde consten o puedan constar otros datos sobre la biografía del adoptado.

            En consecuencia, el art. 328 podría quedar redactado del siguiente modo: “El adoptado tendrá derecho a conocer sus orígenes y podrá acceder al expediente de adopción y demás información que conste en registros judiciales y/o administrativos. Se presume que todo/a niño/a o adolescente que peticiona este acceso está en condiciones de formar un juicio propio y tiene suficiente razón y madurez para ello, salvo que por razón fundada sea contrario al interés superior del niño”.

            Aquí no termina el análisis crítico del derecho a conocer los orígenes en la adopción. Queda otra cuestión a dilucidar. En mi opinión, la ley 26.061 se presenta contradictoria en lo que se refiere a la satisfacción del derecho a conocer los orígenes. En otros términos, considero que el art. 11 de la ley 26.061 es erróneo. Recordemos que esta normativa expresa en su primer párrafo que “Las niñas, niños y adolescentes tienen derecho a un nombre, a una nacionalidad, a su lengua de origen, al conocimiento de quiénes son sus padres, a la preservación de sus relaciones familiares de conformidad con la ley, a la cultura de su lugar de origen y a preservar su identidad e idiosincrasia, salvo la excepción prevista en los artículos 327 y 328 del Código Civil[37].

Esta redacción trae consigo las siguientes inquietudes. ¿Esta reserva se condice con los postulados de una normativa de jerarquía superior como lo es la Convención sobre los Derechos del Niño? A mi entender, cabe la respuesta por la negativa.

Incluso desde la mirada infraconstitucional, considero que la redacción del art. 328 respetada por el art. 11 de la ley 26.061 no se condice con el mencionado art. 27 también de la ley 26.061 cuando dispone que reconoce a los niños y adolescentes el derecho “(…) a) A ser oído ante la autoridad competente cada vez que así lo solicite la niña, niño o adolescente (…) d) A participar activamente en todo el procedimiento”, sin limitación etárea alguna justamente para el ejercicio de un derecho que le compete y compromete sólo intereses principalmente del propio adoptado.

 Sobre esta cuestión referida a la capacidad procesal de las personas menores de edad, Jorge Kielmanovich advierte que “(…) la aplicación de los referidos derechos y garantías no se limita por la ley a aquellos procesos en los que las niñas, niños y adolescentes sean o vayan a ser partes procesales, sino que aprehende a todos los que los "afecten", fórmula de una inocultable amplitud que la prudencia de nuestros jueces tendrá que delimitar, pues una interpretación desmesurada podría llevar a sostener que en todo juicio promovido por o contra una persona que tuviese un hijo (…) éste podría invocarlos y participar activamente en el mismo (…)”. Sin embargo, como vimos, la ley 26.061 presenta una clara contradicción en lo que al derecho a acceder al conocimiento de los orígenes se refiere. Si bien el mencionado art. 27 amplía de manera considerable el campo de acción para que niños y adolescentes puedan, por sí solos defender sus derechos, no lo es así en relación al conocimiento de los orígenes el que se ve restringido de conformidad con lo dispuesto en el art. 11 del mismo cuerpo normativo donde se reconoce el derecho a preservar la identidad de niñas, niños y adolescentes, “salvo las excepciones previstas en los arts. 327 y 328 del Código Civil”.

La lectura transversal de las disposiciones que prevé la ley 26.061, permite observar que la excepción en estudio desentona con varios de los principios supremos que la propia ley toma de la Convención sobre los Derechos del Niño como ser el derecho a la dignidad, el derecho a la identidad, el derecho al desarrollo personal, el derecho a participar, el derecho ser oído, por citar los más relevantes. ¿Acaso la piedra filosofal de la doctrina internacional de los derechos humanos en el campo de la infancia y adolescencia –sobre la cual descansa esta ley 26.061- no es la consideración de los niños y adolescentes como sujetos plenos de derecho? A mi entender, con este sólo argumento, fácil se conjetura la contradicción que presenta la normativa en análisis. Por lo cual, en una futura reforma legislativa, esta reserva debería quedar derogada[38].

7. Palabras de cierre

            Nos encontramos en un momento de transición. Para quienes creemos que el movimiento es síntoma de vitalidad al invitarnos a estar en constante indagación, esta etapa se presenta de gran riqueza para generar nuevas ideas y soluciones posibles.

            De este modo, se nos presenta un contexto fértil para instar el debate y seguir pensando en voz alta qué es y cómo alcanzar la tan ansiada satisfacción de los derechos de niños y adolescentes, en este caso, en el marco de la adopción. Para tal fin, entiendo que replantearnos qué es del rol del adoptando en su proceso de adopción constituye un buen punto de partida. Máxime, cuando está en juego un derecho humano de especiales connotaciones históricas en el derecho argentino como lo es el derecho a la identidad.

            En este sentido, y siguiendo a Arnaldo Momigliano “En los albores del nuevo milenio enfrentamos un futuro en el que las respuestas ya no son ni serán las mismas porque, a decir verdad, nos han cambiado la mayoría de las preguntas; ‘en la ruta del futuro, lo que viene no siempre se parece a lo que se ve en el espejo retrovisor’, por lo que debemos ‘aprender a convivir con la desproporción entre las  preguntas inteligentes que somos capaces de formular y las respuestas plausibles que somos capaces de dar’” [39].

            ¿Cuáles son las preguntas inteligentes que nos plantea la doctrina internacional de los derechos humanos en el campo de la adopción? ¿Cuáles son las respuestas plausibles que somos capaces de brindar los operadores del derecho? A mi entender, estos son algunos de los tantos desafíos a los cuales nos vemos enfrentados en la actualidad. El tiempo nos dirá que fue de esta trascendental etapa.



[1] Abogada. Especialista en Derecho de Familia UBA. Coordinadora de la Carrera de Especialización en Derecho de Familia y la Maestría en Derecho de Familia, Infancia y Adolescencia, UBA. Investigadora Adscripta del Instituto de Investigaciones Jurídicas y Sociales Dr. Ambrosio L. Gioja, Facultad de Derecho, UBA.

[2] En adelante Convención o CDN de manera indistinta.

[3] Compulsar entre tantos, Bacigalupo de Girard, María, “Ley de protección integral de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes de la Nación. Un primer avistaje”, Revista de Derecho de Familia versión electrónica, 03/11/2005; Basset, Úrsula C., “La inveterada costumbre de legislar inconstitucionalmente. El reciente ejemplo de la ley 26.061 y sus inciertos decretos reglamentarios”, Revista El Derecho, 05/06/2006, p. 1 y ss.; Beloff, Mary, “Tomarse en serio a la infancia, a sus derechos y al Derecho. Sobre la “Ley de Protección integral de los derechos de las niñas, los niños y adolescentes nro. 26.061”, op. cit. p. 1 y ss.; Belluscio, Augusto C., “Una ley en parte inútil y en parte peligrosa: la 26.061”, Revista La Ley, 24/02/2006, p. 1 y ss.; Burgués, Marisol y Lerner, Gustavo, “Alcances, límite y delimitaciones de la reglamentación de la ley 26.061. Desafíos pendientes…”, Revista Jurisprudencia Argentina, Lexis Nexis, 2006, en prensa; D´Antonio, Daniel H., “La protección de los menores de edad como función estatal esencial, subsidiaria e indelegable (acerca de la sanción de la ley 26.061)”, ED, 215-891; Grosman, Cecilia P. y Herrera, Marisa, “Argentina. La reciente Ley de Protección Integral de la infancia y su incidencia en el derecho de familia”, The International Survey of Family Law, patrocinado por la Asociación internacional de Derecho de Familia, Ed.Martinus Nijhoff Publishers, La Haya, Boston, Londres. 2006, en prensa; Jáuregui, Rodolfo G. “La ley 26.061 y el Derecho Entrerriano”, LLLitoral 2006 (abril), 387; Famá, María Victoria y Herrera, Marisa, “Crónica de una ley anunciada y ansiada”, Anales de Legislación, ADLA, 2005-E, 5809; Kielmanovich, Jorge L., “Reflexiones procesales sobre la ley 26.061 (de Protección Integral de los Derechos de las Niñas, Niños y Adolescentes)”, LL, 2005- F- 1127; Minyersky, Nelly y Herrera, Marisa, “Autonomía, capacidad y participación a la luz de la ley 26.061”, García Méndez, Emilio –compilador-, Protección integral de Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes. Análisis de la ley 26.061, Fundación Sur y Editores del Puerto, Buenos Aires, 2006, p. 43 y ss.; Méndez Costa, María Josefa y Murga, María Eleonora, “Protección Integral de los Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes. Encuadre internacional latinoamericano y provincial argentino, LL, 2006- A- 1045; Mizrahi, Mauricio L., “Los derechos del niño y la ley 26.061”, Revista La Ley, 16/12/2005, p. 1 y ss.; Palacio de Caeiro, Silvia B., “Operatividad y constitucionalidad de la ley 26.061”, Revista La Ley, 23/05/2006, 1; Solari, Néstor, “El derecho a la participación del niño en la ley 26.061. Su incidencia en el proceso judicial”, LL, 2005-F, 1127; Zannoni, Eduardo A., “El patronato del Estado y la reciente ley 26.061”, LL, 2005 –F- 923

[4] Minyersky, Nelly y Herrera, Marisa, “Autonomía, capacidad y participación a la luz de la ley 26.061”, García Méndez, Emilio –compilador-, Protección integral de Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes. Análisis de la ley 26.061, Fundación Sur y Editores del Puerto, Buenos Aires, 2006, p. 43 y ss.

[5] El destacado me pertenece.

[6]El ´interés superior del niño´ no ha de ubicarse entre los principios del Derecho de familia. (…) estos derechos exceden la familia en cuanto corresponden al niño carente de ésta (…)”. Tras esta afirmación, en párrafos más adelante sostiene que es un principio de derecho cuya funcionalidad se diversifica en los siguientes sentidos: “a) Es programático, dirigido a los legisladores y a los funcionarios administrativos con atribuciones de reglamentación; es, por lo tanto, generador de nuevas normas e, incluso, de instituciones. B) Es de efectividad inmediata en las siguientes vertientes: b. 1) como pauta de interpretación del Derecho escrito llegando a contradecir sus disposiciones; b. 2) como integrador del ordenamiento colmando sus lagunas; b. 3) como inspirador e impulsor de medidas concretas de acción positiva” (Méndez Costa, María Josefa, Los principios jurídicos en las relaciones de familia, Rubinzal Culzoni, Santa Fe, 2006, ps. 313, 322 y 323).

[7] “X Congreso Internacional de derecho de familia: El derecho de familia y los nuevos paradigmas”, Mendoza, 20 al 24 de septiembre de 1998, JA, 1999-I-1025.

[8] La primera experiencia de adecuación legislativa interna a la Convención sobre los Derechos del Niño le corresponde a Brasil mediante el dictado de su “Estatuto del Niño y del Adolescente” en el año 1990. La han seguidos varios países como ser: el Código de la Niñez y de la Adolescencia de Honduras de 1996; el Código de la Niñez y la Adolescencia de Nicaragua en 1998; el Código del Niño, Niña y Adolescente” de Bolivia en 1999; el Código de los Niños y Adolescentes del Perú en el año 2000; la “Ley Orgánica de Protección del Niño y del Adolescente” de Venezuela también en el año 2000; el Código de la Niñez y Adolescencia del Paraguay en el 2001; el Código de la Niñez y Adolescencia en Ecuador en el 2003); la “Ley de Protección Integral de la Niñez y la Adolescencia de Guatemala en el 2003; el Código para el Sistema de Protección y los Derechos Fundamentales de Niños, Niñas y Adolescentes de la República Dominicana en el año 2003 y más recientemente el Código de la Niñez y la Adolescencia del Uruguay en el año 2004. Una síntesis sobre los principales puntos de conexión entre estas distintas normativas recomiendo compulsar Méndez Costa, María Josefa y Murga, María Eleonora, “Protección Integral de los Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes. Encuadre internacional latinoamericano y provincial argentino, LL, 2006- A- 1045.

[9] Centrándome en el derecho de familia –ámbito material del presente trabajo-, la doctrina de la situación irregular giraba en torno a dos grandes sistemas. El sistema parental, la relación padres e hijos como una estructura jerárquica y disciplinada donde los padres en su carácter de “mayores” a quienes se les reconoce una potestad arbitraria sobre las actividades y conductas de sus hijos. Y el sistema institucional representado por el juez y/o por el órgano administrativo (léase Consejo Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia y los distintos organismos que cumplen esa función en el orden local) en función del llamado “patronato del Estado” regulado por la derogada ley 10.903 (conf. art. 76 de la ley 26.061). A quienes les interese profundizar sobre la doctrina de la situación irregular y el pasaje –o mejor dicho transición en la etapa que entiendo que estamos- a la doctrina de la protección integral de derechos recomiendo compulsar entre tantos otros: Beloff, Mary, Los derechos del niño en el sistema interamericano, Editores Del Puerto, Buenos Aires, 2004; Cillero Bruñol, Miguel, “Los derechos del niño: de la proclamación a la protección efectiva”, Revista Justicia y Derechos del Niño, nº 3, Unicef, diciembre 20001, Buenos Aires, p. 49 y ss; García Méndez, Emilio, García Méndez, Emilio, “Infancia, ley y democracia: una cuestión de justicia”, Emilio García Méndez y Mary Beloff –compiladores-, Infancia, ley y democracia en América Latina, Temis- Depalma, Santa Fe de Bogotá- Buenos Aires, 1998, ps. 22 y ss.; del mismo autor, Infancia. De los derechos y de la justicia, Editores Del Puerto, Buenos Aires, 2004, p. 57 y ss.; Peralta, María Inés y Reartes, Julia A., Niñez y Derechos, Editorial Espacio, 2000; Solari, Néstor, La niñez y sus nuevos paradigmas, La Ley, Buenos Aires, 2002, entre tantos otros.

[10] Para tener un panorama del avance provincial en materia de infancia y adolescencia menciono las leyes dictadas hasta la actualidad en el orden ascendente en que han sido sancionadas; 1) la ley 6354 de Protección Integral del Niño y del Adolescente de Mendoza (1995); 2) la ley 4347 de Protección Integral de la Niñez, la Adolescencia y la Familia de Chubut (1997); 3) la ley 4369 por la cual se sanciona el Estatuto Jurídico del Menor de Edad y la Familia del Chaco (1997); 4) la ley 3097 de Protección y Promoción de los Derechos del Niño y del Adolescente de Río Negro (1997); 5) la ley 114 de Protección Integral de los Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes de la Ciudad de Buenos Aires (1998); 6) la ley 2302 de Protección Integral del Niño y del Adolescente de Neuquén (1999); 7) Ley 7039 de Protección Integral de los Derechos del Niño y el Adolescente Salta (1999); 8) la ley 521 de Protección Integral y Promoción de los Derechos del niño y del Adolescente de Tierra del Fuego (2000); 9) la ley 3820 de Protección Integral de los Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes de Misiones (2001); 10) la ley 5288 de Protección Integral de la Niñez, Adolescencia y Familia de Jujuy (2001); 11) la ley 7338 de Protección Integral de los Derechos de los Niños y Adolescentes de San Juan (2002); 12) la ley de Protección Integral del Niño/a y adolescente de La Rioja (2003) y 13) la ley 13.298 de Protección y Promoción Integral de los Derechos de los Niños de la Provincia de Buenos Aires (2005). Cabe agregar que Tucumán vetó en fecha 17/01/2006 la ley provincial de Protección Integral para Niños, Niñas y Adolescentes, aprobada por unanimidad el 28/12/2005, luego de un año de debates en la Legislatura unicameral, al considerar que la iniciativa podría provocar dificultades operativas y presupuestarias. Al respecto, una noticia periodística expresa que “Funcionarios del Poder Ejecutivo provincial argumentaron que la norma era una copia casi literal de la ley nacional 26.061 de Protección Integral de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes y que la creación de nuevos organismos de protección de derechos podría traer dificultades en la asignación y en el manejo de los fondos destinados a los programas específicos del área” (“Veto en Tucumán a la ley provincial de protección de los derechos del niño”, Periodismo Social, Boletín electrónico, año 3, nº 316, 23/01/2006).

[11] Con respecto al factor tiempo, Laura Musa expresa que “Luego de diez años de debate en comisiones parlamentarias y numerosos proyectos presentados por diversos partidos políticos sólo dos proyectos obtuvieron media sanción en la Cámara de diputados. Finalmente la ley sancionada en trámite dificultoso y sin un verdadero debate fue elaborada en el Senado y terminó siendo aprobada como la ley número 26.061” (Musa, Laura, “La dimensión política de la ley 26.061”, García Méndez, Emilio –compilador-, Protección Integral de Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes. Análisis de la ley 26.061, op. cit. p. 1). Por su parte, el constitucionalista Daniel Sabsay afirma que “La sanción de la ley 26.061 (…) se produce luego de 15 años de la aprobación por parte de nuestro país de la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño” (Sabsay, Daniel Al. “La dimensión constitucional de la ley 26.061 y del decreto 1293/2005”, García Méndez, Emilio –compilador-, op. cit. p. 15). Asimismo, Mary Beloff señala que aún más de 15 años si se tiene en cuenta el proyecto del Código del Menor de 1988 donde se proponía un cambio radical en la concepción normativa de los niños y adolescentes ya antes de la Convención (Beloff, Mary, “Tomarse en serio a la infancia, a sus derechos y al Derecho. Sobre la “Ley de Protección integral de los derechos de las niñas, los niños y adolescentes nro. 26.061”, Revista Interdisciplinaria de Doctrina y Jurisprudencia. Derecho de Familia, Lexis Nexis- Abeledo Perrot, Buenos Aires, 2006, p. 1 y ss).

[12] Para profundizar sobre este tema ver Famá, María Victoria y Herrera, Marisa, “Crónica de una ley anunciada y ansiada”, Anales de Legislación, ADLA, 2005-E, 5809.

[13] Desde la perspectiva comparada, la edad en la cual la mayoría de las legislaciones fijan la adquisición de la plena capacidad civil es la de 18 años. Como es sabido, la Convención sobre los Derechos del Niños en su art. 1º expresa que para los efectos de este tratado internacional de derechos humanos “se entiende por niño todo ser humano menor de dieciocho años”. En el derecho nacional ello trajo aparejado un conflicto sobre qué normativa aplicar para los adolescentes entre 18 a 21 años que según la normativa interna todavía son considerados personas incapaces salvo para los supuestos expresamente previstos en la ley. Para profundizar sobre este conflicto actual recomiendo compulsar Solari, Néstor, “Los niños y los menores de edad después de la reforma constitucional”, Revista La Ley, 16/05/2006, 1.

[14] Al igual que sucede con el término “menores”, varias voces doctrinarias han puesto de resalto la contradicción del concepto de “patria potestad” con la actual democratización de la familia y su consecuente horizontalidad en los vínculos, por sobre la verticalidad y consecuente superioridad que presentaban los padres por sobre sus hijos. Se trata este de un concepto perimido, en tanto alude a un tipo de relación entre padres e hijos bien alejado de la actual que se cimienta en el principio de democratización de la familia y la mencionada concepción de los niños como sujetos plenos de derechos. Como bien lo ha señalado Mauricio L. Mizrahi, la palabra potestad –y a mi entender aún también el de “autoridad parental” - se conecta necesariamente con el poder que evocaba la potestad romana, poniéndose el acento en la dependencia absoluta del niño en una estructura familiar jerárquica. Por el contrario, el concepto de “responsabilidad parental” es inherente al “derecho-deber” que les cabe a los padres, asumiendo el compromiso de orientar a los hijos hacia la autonomía.

[15] Desde el punto de vista gramatical, el término “bioética” es un neologismo que proviene de dos palabras griegas: “bios” (vida) y “ethike” (ética). Este vocablo fue empleado por primera vez en el año 1971, cuando el oncólogo estadounidense Van Renselaer Potter titula una obra: Bioethics. Bridge to the future (Bioética: puente al futuro). El reconocido especialista en este tema, el Dr. Pedro F. Hooft, adopta la definición de Francesc Abel i Fabre, Director del reconocido Institut Borja de Bioética, quien sostiene que la bioética es el "Estudio interdisciplinar (transdisciplinar) orientado a la toma de decisiones éticas de los problemas planteados en los diferentes sistemas éticos, por los progresos médicos y biológicos, en el ámbito microsocial y macrosocial, micro y macroeconómico y su repercusión a la sociedad y sus sistemas de valores, tanto en el momento presente como en el futuro" (citado en Gil Domínguez, Andrés, Famá, María Victoria y Herrera, Marisa, Derecho Constitucional de Familia, tomo 2, Ediar, Buenos Aires, 2006, ps. 1008 y 1009).

[16] Vasto es el material bibliográfico elaborado en los últimos años en torno al concepto de consentimiento informado. Para profundizar sobre este tema recomiendo compulsar, entre tantos otros  Cecchetto, Sergio, “Consentimiento informado: Antecedentes históricos, oscuridades terminológicas y escollos de procedimiento”, Blanco, Luis G. –compilador-, Bioética y Bioderecho. Cuestiones actuales, Editorial Universidad, Buenos Aires, 2002, p. 91 y ss.; Fernández Rañada, “El consentimiento informado”, AAVV, Responsabilidad del personal sanitario, C. General del Poder Judicial, Madrid, 1995; Highton, Elena I. y Wierza, Sandra M., La relación médico-paciente: El consentimiento informado, 2da edición actualizada y ampliada, Buenos Aires, Ad Hoc, 2003; Hooft, Pedro F., Bioética, Derecho y Ciudadanía. Casos de Bioética en la jurisprudencia, Temis, Bogotá, 2005, p. 34 y ss.; Nicholls, Michael, Consent to medical treatment, Family Law,  nº 23, Jordan, Bristol, p. 30 y ss.; del mismo autor, “Medical treatment in the absence of consent”, Family Law, 1990, p. 128 y ss.; Quintana Trias, Octavi, “Bioética y consentimiento informado”, Casado, María –compiladora-, Materiales de Bioética y Derecho, Cedecs, Barcelona, 1996 y Taiana de Brandi, Nelly A. y Llorens, Luis R., “El consentimiento informado y la declaración previa del paciente”, Blanco, Luis G. –compilador-, op. cit. p. 117 y ss.

[17] Andruet, Amando S., Bioética, Derecho y Sociedad. Conflicto, ciencia y convivencia, Ediciones Alveroni, Córdoba, 2004, ps. 63 y 64.

[18] Quintana Trías, Octavio, “Bioética y Consentimiento informado”, op. cit. ps. 160 y 161.

[19] “El derecho al consentimiento informado” se denomina el capítulo IV del libro de este autor titulado “Derechos Fundamentales de los pacientes”, Ad Hoc, Buenos Aires, 2003, p. 370 y ss.

[20] Higthon, Elena y Wierza, Sandra M. op. cit. p. 78.

[21] Higthon, Elena y Wierza, Sandra, op. cit. p. 1.

[22] Al respecto se ha afirmado que “Los profesionales que trabajamos en adopción sabemos que, cuando hablamos de ´adopción de niños mayores, nos referimos a niños a partir de los cuatro años de edad hasta la adolescencia. Resulta problemático generalizar con la palabra ´mayores´ las diferentes edades de estos niños, que siguen siendo menores de edad. Por otra parte, cada edad tiene sus características propias: no es lo mismo un niño de cuatro años que uno de siete, que un púber que un adolescente” (Fernández, Liliana R., “Adopción de niños mayores”, Giberti, Eva y colaboradores, Adopción para padres, Lumen Humanitas, Buenos Aires, 2001, p. 89).

[23] El destacado me pertenece.

[24] El Código de Familia de Panamá del año 1994, sigue esta línea al expresar en su art. 288 que “Si el menor tiene siete años o más de edad debe ser escuchado personalmente para conocer su opinión, y resolver lo que proceda”.

[25] Esta misma postura es receptada por el Código Civil de Perú (art. 378.4).

[26] El Adoption Act de Victoria, Canadá, establece en el art. 13 referido a quiénes son los sujetos que deben prestar el consentimiento para la adopción, en primer término enuncia al adoptado si tiene como mínimo 12 años de edad. En este mismo sendero se enrola el Código Civil de Portugal (art. 1981), el Código de los Derechos de los Niños, Niñas y Adolescentes de República Dominicana (art. 126, párrafo II), el Código de la Niñez y Adolescencia de Ecuador (arts. 4 y 161, ya que se prevé el consentimiento del pretenso adoptado adolescente, el que se considera que es aquél que tiene entre los 12 y 18 años de edad); la ley de Adopción 1136/97 del Paraguay (art. 18 inc. c); el Código Civil de Brasil (art. 1621), por citar algunos.

[27] En esta tesitura se enrola el Código Civil alemán en el segundo párrafo de la sección 1746, dispone que si el niño ha alcanzado los 14 años de edad y no está incapacitado, puede revocar el consentimiento antes de que el tribunal se pronuncie sobre la adopción. en igual sentido se expresa el Código Civil de Malta (art. 115). Por último, el art. 7 de la ley italiana del 28 de marzo de 2001, nº 149, prevé en su art. 7 el consentimiento del niño en el proceso tendiente a la declaración del estado de adoptabilidad.

[28] ¿Está permitida la guarda de hecho, o sea el contacto directo entre familia de origen y pretensos adoptantes en el derecho nacional? Este es un tema debatido en la doctrina y jurisprudencia nacional. Si bien excede con amplitud los objetivos de este trabajo, es dable dejar sentadas las siguientes dos afirmaciones. En primer lugar, un análisis integral sobre la doctrina y jurisprudencia indican que la postura mayoritaria admite, recepta o avala la guarda de hecho. La segunda, consiste en la necesidad de que el plexo normativo regule de manera expresa esta situación fáctica que tanta discusión ha despertado –y aún continúa haciéndolo- en el derecho nacional. En otras palabras, comparto la postura mayoritaria que se inclina por aceptar una realidad como lo es el contacto directo entre familia de origen y familia adoptiva. Pero para que no haya un abuso de ella y éste pueda verse compatibilizada con el sistema registral que propone a nivel nacional la ley 25.854 y su decreto reglamentario 383/2005 y sendas normativas en los ámbitos locales, considero que la guarda de hecho debería ser regulada.

[29] SCBA, 31/07/2006, R., L. M., LLBA 2006 (agosto), 895.

[30] Hernández, Lidia B. y Uriarte, Jorge A., “Reflexiones acerca del proyecto de ley de adopción con media sanción del Senado”, LL, 1992-C, 786. Cabe destacar que estos autores en una obra posterior ya citada titulada “Juicio de adopción”, no esgrimieron opinión alguna sobre la edad, lo cual podría inferirse que mantienen la misma postura. Asimismo, es dable señalar que más estricto aún es el derecho italiano al reconocer el derecho a acceder a la información sobre su origen e identidad del propio genitor biológico, recién a los 25 años de edad (art. 26.5, ley del 28 de marzo de 2001, nº 149).

[31] Antecedentes Parlamentarios. Ley 24.779, Editorial La Ley, Buenos Aires, 1997, p. 997.

[32]Hubiera sido más adecuado, como ya hemos dicho, determinar la edad de catorce años, en vez de dieciocho, a partir de la cual el adoptado puede acceder al expediente respectivo” (Levy, Lea, Régimen de Adopción. Ley 24.779, Astrea, Buenos Aires, 1997, p. 132).

[33] Mizrahi, Mauricio L., “Objeciones constitucionales a la nueva ley de adopción (ley 24.779)”, Revista Interdisciplinaria de Doctrina y Jurisprudencia. Derecho de Familia, nº 11, Abeledo Perrot, Buenos Aires, 1997, p. 37.

[34] Belluscio, Augusto C., “Incidencia de la reforma constitucional sobre el derecho de familia”, LL, 1995-A, 936

[35] Arias de Ronchietto, Catalina E., La adopción, Abeledo Perrot, Buenos Aires, 1997, p. 290.

[36] Kemelmajer de Carlucci, Aída, ”El derecho humano a conocer el origen biológico y el derecho a establecer vínculos de filiación. A propósito de la decisión del Tribunal Europeo de Derechos Humanos del 13/02/2003, en el caso Odievre c/ France”, Revista Interdisciplinaria de Doctrina y Jurisprudencia. Derecho de Familia, nº 26, Lexis Nexis- Abeledo Perrot, Buenos Aires, 2004, p. 77 y ss.

[37] El destacado me pertenece.

[38] Como veremos más adelante, no sólo en lo que respecta al art. 328 del Código Civil sino también en relación con el art. 327 del mismo cuerpo normativo.

[39]Citado por Aída Kemelmajer de Carlucci en el acto de apertura del X Congreso Internacional de Derecho de Familia llevado a cabo en la ciudad de Mendoza el 20 de septiembre de 1998, publicado en El Derecho de Familia y los nuevos paradigmas,  Aída Kemelmajer de Carlucci (coordinadora), Rubinzal- Culzoni, Buenos Aires, 1998, t. I, p. 12.